martes, 28 de marzo de 2017

Una historia de terror o similar



Este asunto me empieza a preocupar.
Yo pensaba que ya me había librado de ellas, pero me equivocaba.

En el instituto era insoportable. Las vampsiras acechaban por todos los rincones, aunque en esa época yo tenía un truco infalible: vivía mirando al suelo. Así no podían entrar en mi mente.
La clave era no dejar que te vieran los ojos, evitar contacto visual con ellas en todo momento. Esto no las intimidaba a la hora  de escanearte de pies a cabeza sin pudor, pero al menos tus pensamientos no quedaban atrapados en la tela de araña psíquica que utilizaban para captar tu atención, dilapidarte en un segundo bajo ocho toneladas de juicios y otras joyas aún peores y después desmigajarte y devorarte lentamente hasta engullirte por completo y escupir las pocas espinas que sostenían tu devastada autoestima.

Estas devoradoras de la psique  tenían un gusto refinado, no se conformaban con cualquier cosa, eran muy selectivas en la elección de presas. Habitualmente su apetito aumentaba con los kilos, los de ellas, me explico: cuanto  más adiposa era la vampsira más apetito tenía de inseguridad ajena y más arrasaba con toda señal de debilidad que se cruzara en su camino. Sucedía lo mismo si tenía la nariz grande, la voz ronca, los ojos demasiado saltones o el pelo pajizo. La cuestión radicaba en los kilos de inseguridad que cargase, fueran estos de lo que fueran. Si en vez de inseguridad el sobrepeso consistía en falsa seguridad, se tornaban mucho más peligrosas; con esas había que andarse con cuidado.

Yo sentía mis músculos autoconsumirse desde el momento en que el instituto asomaba en en el horizonte. El miedo se transformaba en una especie de repugnancia al verlas entrar en clase. En ese momento abandonaban su actividad fagocítica y engoladas en sus supuestamente deslumbrantes vestimentas hacían su aparición estelar en el aula. Las recuerdo cruzando la puerta y recorriendo el pasillo entre pupitres viejos de escuela pública hasta su lugar, como si esas baldosas grises que pisaban a diario formasen en su conjunto la pasarela Cibeles. Cabeza en alto, busto al frente, cazadora abierta para no dejar dudas de los secretos que guardaba el busto y melena al viento. Algunas con más estilo y otras como humanamente podían, contoneaban las caderas embutidas en pantalones bien ajustados y de cintura a la altura del pubis, como imperaba el Zara de la época. En ese momento del día, más bien en todos los momentos en que les tocaba cruzar una puerta, se las podía mirar sin miedo a convertirse en su almuerzo. Primero porque solas (por el hueco que dejaban las mesas debíamos pasar de uno en uno) perdían prácticamente todo su poder vampsírico y en segundo lugar porque en la pasarela no existía nadie más que ellas y aunque una se desnudara enfrente de sus empolvadas narices, no se hubieran inmutado.

Aparentemente distintas entre sí, las vampsiras eran todas la misma cosa. La misma masa informe que parecía hablar con una sola voz y sobre todo criticar en un solo grito. Por esa razón, si bien recuerdo el aspecto físico individual de cada una, ciertamente no sería capaz de distinguir sus personalidades, sus voces, sus ñañas... Eran clones disfrazados de persona para integrarse entre los seres humanos. Como se camuflaban de persona las había guapas y feas, rubias y morenas, listas y tontas, gordas y flacas, incluso una vez creí que durante un tiempo hubo una que era humana de verdad, pero pronto le perdí la pista. Probablemente acabó sus días dorándose en algún horno para asados, sosteniendo una manzana entre los dientes y entregando todo lo que de humanidad quedaba en ella a las fauces de aquellas supuestas amigas suyas sedientas de frustración ajena.

Pensaba yo que me había librado de ellas. Pero no.

Ayer una llamada vino a recordarme que están por todas partes, hasta en las mejores familias.
Hacía más de un año que caminaba yo feliz por el mundo gozando de la libertad de no haber sufrido últimamente ningún rapto vampsírico cuando un mensaje hizo temblar los cimientos de mi Samsung.
Una vampsira que durante largos años me había conseguido engañar ataviada en un traje de  una muy bien trabajada humanidad y afectos sinceros, reclamaba mi presencia en un café de socialización rutinaria. Las vampsiras suelen hacer estas cosas, yo ya lo sabía. Debido a su necesidad de alimento psíquico, son capaces de llegar a convocar  amistosamente presas en lugares públicos. Una vez allí engullen lo que les sea posible dentro de lo limitado de la situación que ellas mismas han propiciado con el único fin de lograr unas migajas de sufrimiento ajeno.

Se me nubló el corazón. Igual que sucediera en mi más temprana adolescencia dos riendas invisibles dirigían tiránicamente mis sentidos manteniéndolos en alerta roja. Sabía que las vampsiras están dispuestas a lo que sea con tal de conseguir alguien de quien poder nutrirse y Dios sabe por qué ésta en concreto me había elegido a mí.
Empecé a dar vueltas sobre mí misma sin saber qué hacer. Otra vez no, por qué a mí, por qué ahora, qué había hecho mal, en qué me había equivocado para que su radar de depredadora al acecho hubiera topado conmigo.
No podía pensar, ya era de noche y estaba demasiado cansada para afrontar semejante prueba de estrés. Solo quería dormir, ya contestaría mañana. Pero no podía, no, me era imposible dormir, una vampsira había detectado mi presencia e intentaba atraparme en su red con un mensaje de WhatsApp que me comprometía sin salida. Las vampsiras en eso eran verdaderos genios, conocían todas las estrategias para que por un camino u otro acabaras cayendo en sus garras. Incluso con técnicas tan sutiles e indirectas como un mensaje al móvil ya empezabas a sentirte devorada.

Yo sabía que si no quería pasar la noche en vela debería tomar medidas drásticas y como ya estaba mayorcita pensé que había llegado la hora de hacerlo, la hora de enfrentar a las vampsiras con el arma más potente del que disponía. Era el momento de darle un golpe que ella en su sofisticado modus operandi políticamente correcto y socialmente consolidado no se iba a esperar.

“No. No voy a ir” le contesté “No quiero ir” puntualicé.

No supe qué sucedió con aquellos mensajes porque la vampsira no apareció nunca más. No contestó aquel día ni estimo que lo vaya a hacer en el futuro, pero yo aquella noche dormí como un lirón. Sin embargo albergo de aquella madrugada un recuerdo nebuloso. Sé que a las tres de la mañana el teléfono volvió a sonar. Yo, que a esa hora dormía envuelta en la paz serena que había alcanzado tras mi valerosa respuesta whatsappera, ignoré su reclamo y como si hubiera vivido hechizada durante millones de años, sentí que algo en mi pecho rompía el maleficio y vi cómo una inmunda sonda aspiradora de enlodado sufrimiento se desacoplaba de mi esternón.

Después de aquello todo ha vuelto a la normalidad, pienso que ya me he librado de ellas, o eso parece.

domingo, 26 de marzo de 2017

Babies


Babies es un conjunto de imágenes sin más propósito que quedarse pegado a la vida un rato, por paradójico que sea pegarse a la vida mirando la tele. 

En mi casa hemos instaurado un nuevo mantra: Ponijao. Quien vea esta secuencia de fotogramas captará su mágico poder al instante. 
Me encantan los bebés, sí, puedo reconocerlo sin pudor y sin vergüenza alguna. Tengo 28 años, estoy de sobra en edad de procrear y cuando escucho los incomprensibles, pero purísimos y claramente  entendibles gorgojeos de una cría de ser humano, se me conecta todo el cuerpo a una única realidad. Me fascina esta comunión, es más fuerte que todo. 

No está de moda decir estas cosas. Sé que me pongo en el punto de mira de miles de prejuicios. En realidad no, porque muy poca gente lee lo que escribo, pero la expresión forma parte de la naturaleza humana, eso en Babies queda más que claro. 
Más que no estar de moda, hay que andarse con pies de plomo al hablar de estas cosas. En estos días todo el mundo parece tener muy claro lo que el resto de todo el mundo debe hacer con su vida. Esto incluye de manera muy efusiva en los últimos tiempos a las mujeres y sus diversas maternidades. 
Según avanzo ya voy sintiendo cómo se van enlodando mis pies. Ahora es cuando suelto lo que enciende las alarmas de muchas mentes, pero un segundo por favor, denme un segundo, piano piano...prego... 

Yo quiero ser mamá. Quiero ser mamá por encima de cualquier otro objetivo en mi vida (uf, ya lo he dicho) ¡Descerebrada!¡¿Y el dinero de dónde lo sacas!? ¡Y tu libertad! ¡Y tu carrera! ¿Vas a depender de tu chico? No lo sé, no me importa, es lo que deseo, luego ya veremos. 

Todos estos juicios me dan mucho muchísimo que pensar y últimamente ha nacido en mi interior un sentimiento que va bastante más allá de corrientes feministas y maternidades. 
Yo quiero ser madre porque desde lo más profundo de mí lo siento parte del camino hacia mi libertad personal. Porque no hay en este momento en mi existencia nada que me conecte más a la vida y a mis semejantes que seguir perpetuándola y creyendo en ella. Ese sentimiento arraigado y mucho dentro de mí, guía clarísimamente mi camino más allá de lo que cualquier corriente feminista o dogma socio-cultural pretenda sugerirme e incluso imponerme de manera consciente e inconsciente. 
Es algo que me cuesta mucho expresar sin caer en la constante auto justificación y quizá sea el tema que más me ancla los pies a Tierra cuando se trata de ser firme a la hora de decidir vivir sin estar defendiéndome de juicios ajenos de manera indefinida.

, yo deseo ser mamá más que nada y seguir escribiendo sobre lo que sienta sin culpas ni arrepentimientos. Y también deseo un mundo en el que todos estos y muchos otros anhelos nacidos de las profundidades de un amor difícil de explicar, pudieran materializarse sin tener que entrar en inmensos debates argumentativos. Desearía que toda esa racionalidad se usara para poner en marcha las herramientas sociales necesarias para que los individuos dejáramos de juzgarnos y autojuzgarnos, viviendo a la defensiva, en cualquier decisión personal que tomamos. Que esas mismas herramientas nos permitieran ser capaces de construir con ellas sociedades más habitables y armónicas que reconozcan y acepten la interdependencia entre sus seres y la necesidad y derecho a ser libres de todos los animalillos y otras especies que las habitamos. 

Hablo de un mundo que no existe, pero cuando te acercas a Babies y muchas realidades semejantes más, lo sientes palpitar y no puedes evitar creer que, a pesar de todo y de todos, es posible nutrir esas semillas y cuidarlas para que crezcan en el futuro que tú misma te estás permitiendo soñar.
















































sábado, 25 de marzo de 2017

Hermano perro


"Hola hermano perro" Así de solemnemente entablaba comunicación mi abuelo con los perros callejeros que asomaban en las terrazas veraniegas del pueblo. Lo decía con voz profunda y serena y completaba la ceremonia de presentación con un "qué tal está usted" y una palmadita entre las orejas del hermano en cuestión.

A mí me admiraba cómo sin buscarlo (o eso pensaba yo en aquel entonces) todos los perros, gatos y demás parientes del lugar se le arrimaban. Nos sentábamos en unas sillas de plástico rojo desteñidas por el sol que homenajeaban la pureza veraniega de la Coca-Cola en los 90 y al rato nos pedíamos unos montaditos regados con una caña para los mayores.
Antes de que Pepe, el del Bar de Pepe, pusiera la plancha a calentar, un par de perros y otros tantos gatos rondaban nuestra mesa siempre alrededor de mi abuelo.

Por aquel entonces yo tendría ocho o nueve años y la historia de mi vida venía truncada por no haber podido tener nunca un perro: enunpisonosepuede,  quéhacesconelperrocuándotevayasdeviaje, cuándosehagagrandequé, hayquepasearlotodoslosdías... "Entonces ¡un gato!" : unpisonoesparaunanimal, quéhacesconelgatitocuandotevayasdevacaciones, quémalsepasacuándosemueren...
Viví entre mil hámsters, un conejo, varias  tortugas, periquitos, mandarines y hasta llegué a adoptar un caracol una temporada, pero el perrito nunca llegó.

He de confesar que me consolaba bastante pensar que si tenía paciencia suficiente para dejar pasar el otoño, el invierno y la primavera en mi casa de la otra punta del país, después podría disfrutar de tres meses de verano rodeada de perros y gatos por doquier, porque de eso no faltaba donde vivían mis abuelos.
Lo que no entendía era por qué siendo que yo era en aquel lugar la que más anhelaba la compañía de cualquier animal no humano, los perros siempre se acercaban a mi abuelo. Él fue el primero en explicarme que los animales huelen el miedo y yo por supuesto no le creí. Primero porque, como estaba mandado, yo no tenía miedo. La tensión que sentía al acercarme al hocico de los chuchos y el cosquilleo en el estómago esperando su respuesta, eran parte de mi naturaleza valiente. Y segundo porque, como todo el mundo sabe a los ocho años, el miedo no huele a nada, o sea, el miedo no se puede oler.

Aún y todo y  por si no fuera a ser que mi abuelo tuviera algo de razón en lo que decía, comencé a realizar mis propios experimentos en materia de miedo y empecé a cuestionarme si no iba a ser que en realidad algo de respeto me daban los perros desconocidos de las calles de Puente  Mayorga. Al principio me quedaba muy quieta y me hacía la dura cuando veía algún can despeinado aparecer por la terraza de Pepe. Aprendí a disimular y a hacer como que la cosa no iba conmigo, a pesar de que tenía todas las antenas activadas y buscaba sin mirarlo al perro en cuestión.
Tras varios intentos fallidos, vi que aquello no funcionaba y que todo animal de cuatro patas en kilómetros a la redonda solo se interesaba en mi abuelo. Así que perdida la paciencia y el orgullo me levantaba del asiento del que me solían sobrar más o menos ocho culos y me acercaba a ras de suelo a acariciar a perritos, gatitos y demás hermanos.

Creo que pasé años intentando superar la tensión de esa contradicción entre querer dar todo mi amor y esperar que el amor llegase mágicamente a mí. Puede que en realidad sea una contradicción que aún no he superado, pero lo que sí que aprendí de todas aquellas tardes de montaditos es que el miedo se puede oler y que también hay algo más. Algo que mi abuelo era capaz de emanar a raudales en ciertos momentos y que no todas las personas poseen el don de dar. No quiero entrar en sentencias ni grandes palabras dogmáticas, que cada uno lo llame como quiera, pero el hermano perro sabe mejor que nadie de lo que estoy hablando.


jueves, 23 de marzo de 2017

Gusarajo

 
Algo se revuelve dentro de mí.
Es como un gusarajo de ocho patas que se adhiere a mis costillas desde el interior pretendiendo salir por mi garganta.
Me pregunto por qué será tan feo, por qué no será la musa o, para mí, el muso, del que tantos hablan, que viene con la varita mágica de la inspiración te toca y chao, se acabó el suplicio: iluminación.
Ah no no, eso sería demasiado sencillo y complicada es mi segundo nombre ¿qué decía? Ah sí...el muso...no...el gusarajo...

Ayer ordené mi vida un rato. Sí. Cumplí un par de horarios y resolví dos o tres límites que tenía pendientes. Bueno, los resolví más o menos. Ya se sabe lo que pasa con los límites, una se propone decir que no a éste o aquel y luego, bueno...ya se sabe, los pinchacitos en la tripa, ese taladrolor de cabeza culpable, unas cuantas docenas de músculos contracturados...lo de siempre, poco más.
Después de ordenar mi vida se puso a llover y después ya no me acuerdo.
Un rato más tarde, o sea, hoy, llegó el gusarajo y aquí me tiene, entregada, o sea, rendida a sus pies de bicho extraño, a ver qué quiere esta vez.

De momento poca cosa se le ofrece. Tengo sueño y sigue lloviendo. Ya empiezan a molestarme sus zarpas abrazapando mis pulmones y los dos sabemos que cuando la cosa llega a este punto más vale recapitular, que luego todo se nos va de madre y acabamos lamentando nuestros escupitajos blogueros por las esquinas.

Me...parece que...Gusarajo...qu...i...e.r..e...d......or...mmmm............

De tentáculos y sueños


Hubo un tiempo en que me enganchaba a todo. Quizá ese tiempo duró hasta esta mañana y resucite pronto, esta tarde, pero ahora mismo ya no está, es un tiempo lejano. Por eso escribo.

En ese tiempo de mi cabeza se desprendían tentáculos hacia cualquier parte para amarrarse y absorber todo lo que alguien me pudiera dar, todo lo que yo creía necesitar, todo lo que otros superiores a mí y mucho más capaces que yo me pudieran ofrecer.
Entre esos otros había también grandes nombres, no solo estaban mis padres y ese primo lejano tan guay con una vida tan trepidante. Entre aquellos otros también se colaban grandes poetas y amigos: estaban Julio y sus Cronopios, estaban Carlos y sus ideas, los espíritus chilenos de Isabel y todos los Arcadios de Gabito. Algunos otros Enormes también caían de vez en cuando de visita, algunos como Claudio Naranjo siempre gigante o Jean Shinoda Bolen indiscutiblemente absorbente.

Pero no es de todos ellos de quien venía yo a hablar, sino de los tentáculos que a veces me amarran a ellos. 
Recuerdo esas películas de ciencia ficción en las que un bicho pringoso y enorme, mutante entre pulpo y langosta, se adhiere a la piel de actores secundarios para chuparles todo lo que son. Después siguen su camino hacia otro segundón de pacotilla al que también aboserben todo y continúan creciendo a ritmo vertiginoso en su asquerosa pringosidad.
A veces me siento así. 
En lugar de echar raíces, lanzó tentáculos babeantes al mundo a ver dónde se pegan esta vez y a ver si esta vez me consiguen salvar.

Es una extraña y triste realidad que un día se me vino a manifestar en un sueño.
Por suerte, no sueño con réplicas de Alien chupando el alma de mis ídolos psicoliterarios, pero sí que se me aparece mi abuela materna a modo de revelación intermitentemente en las madrugadas más encendidas.
Cuando tenía 20 años me llamó por teléfono al Nokia con tapa que tenía en aquel entonces y me dijo que todo iba a salir bien. Me di un susto de muerte. Estaba dormida, pero aquello fue real, completamente real, en una época además en que yo estaba transitando uno de mis más funestos desengaños amorosos.
Hace unas semanas volvió a aparecer, esta vez en un contexto onírico bastante más clásico. Vestida de negro, en medio de una camino, me miraba de frente desde sus enigmáticos ojos azules. Delgaducha y esmirriada como era, sus cabellos se veían negros como jamás antes y caían a un lado de su cuello en un asimétrico recogido. Consciente en sueños de que aquella era otra de las revelaciones que se venían repitiendo desde mi temprana juventud, quedé alerta y por un instante desperté. Enseguida formulé la pregunta adecuada y la respuesta cayó automáticamente a mi conciencia sin pasar por el filtro de la mente analítica "¿Qué me habrá querido decir?" Sigue tu propio camino.

He de admitir que la respuesta me produjo un gran chasco cuando a la mañana siguiente la recordé entre legañas. Mira que soltarme semejante lugar común... bien podía haberme dado el mapa de un tesoro o alguna piedra mágica con la que invocar una llave clave en la apertura de un portal a un mundo nuevo, pero no, fue a soltarme la típica frase trillada de coacher barato.

La cuestión es que, como sucediera la vez anterior, la del Nokia, pero con un margen de tiempo bastante superior al que yo hubiera deseado en aquel momento, las fichas de este nuevo mensaje fueron cayendo una a una en mi vida cotidiana con una contundencia pasmosa.
Amo a Naranjo a Sabina y a Isabel. Me hipnotizan Picasso, el Bosco y algunos cuadros de Manet. Pero ellos no son yo y yo nunca voy a ser ellos.
Esto que parece muy simple y de una estupidez sin parangón, no es tan sencillo de manejar en mi vida diaria, en la que los tentáculos asoman por mi mente dispuestos a chupar el alma a quien haga falta con tal de llenar el vacío que nubla el epicentro de mi pecho yermo. Es algo que me cuesta evitar. Vivo tan atemorizada que, el hecho de encontrar semejantes cantidades de amor hechas arte en cualquier biblioteca, provoca que me amarre a ellas con la urgencia del lactante desnutrido al siempredador pecho rebosante de su madre.

Vivir en la conciencia del miedo es un tanto inquietante, pero es mejor que asustarse a cada paso. Empiezo a entender lo que quiso decirme mi abuela, a entenderlo de verdad y por eso al tentáculo que aparece procuro darle machete. Luego lo echo al caldero hirviendo de mi vientre y lo cocino a fuego lento. Así consigo disfrutar de Claudio y sus amigos sin quedar hechizada por ellos.

Otros días, como hoy, echo ancla a Tierra y escribo. Escribo desde el caldero y cocino lo que aquí escribo, separando lo que queda vivo entre tanta baba alienígena.




viernes, 3 de marzo de 2017

( )


Hay un hueco entre mi pecho y el mundo.
Cada día al despertar ese hueco me habla y me recuerda que sigue ahí.
A veces tengo la certeza de que ese vacío se alimenta de sueños, que está hecho de una materia desmaterialazada similar a ellos y que las surrealidades que vivo cada noche se encargan de nutrirlo.
Otras veces me parece que el hueco es lo más real de todo lo que soy, lo más verdad de todo lo que existo y que los sueños me transportan cada noche hasta el punto de partida de lo que debería ser mi verdadero camino y no los atajos que suelo tomar para disimular la distancia que de hecho existe (y puede que sea lo único que verdaderamente existe) entre mi pecho y ( )