Este asunto me empieza a preocupar.
Yo pensaba que ya me había librado de ellas, pero me equivocaba.
En el instituto era insoportable. Las vampsiras acechaban por todos los rincones, aunque en esa época yo tenía un truco infalible: vivía mirando al suelo. Así no podían entrar en mi mente.
La clave era no dejar que te vieran los ojos, evitar contacto visual con ellas en todo momento. Esto no las intimidaba a la hora de escanearte de pies a cabeza sin pudor, pero al menos tus pensamientos no quedaban atrapados en la tela de araña psíquica que utilizaban para captar tu atención, dilapidarte en un segundo bajo ocho toneladas de juicios y otras joyas aún peores y después desmigajarte y devorarte lentamente hasta engullirte por completo y escupir las pocas espinas que sostenían tu devastada autoestima.
Estas devoradoras de la psique tenían un gusto refinado, no se conformaban con cualquier cosa, eran muy selectivas en la elección de presas. Habitualmente su apetito aumentaba con los kilos, los de ellas, me explico: cuanto más adiposa era la vampsira más apetito tenía de inseguridad ajena y más arrasaba con toda señal de debilidad que se cruzara en su camino. Sucedía lo mismo si tenía la nariz grande, la voz ronca, los ojos demasiado saltones o el pelo pajizo. La cuestión radicaba en los kilos de inseguridad que cargase, fueran estos de lo que fueran. Si en vez de inseguridad el sobrepeso consistía en falsa seguridad, se tornaban mucho más peligrosas; con esas había que andarse con cuidado.
Yo sentía mis músculos autoconsumirse desde el momento en que el instituto asomaba en en el horizonte. El miedo se transformaba en una especie de repugnancia al verlas entrar en clase. En ese momento abandonaban su actividad fagocítica y engoladas en sus supuestamente deslumbrantes vestimentas hacían su aparición estelar en el aula. Las recuerdo cruzando la puerta y recorriendo el pasillo entre pupitres viejos de escuela pública hasta su lugar, como si esas baldosas grises que pisaban a diario formasen en su conjunto la pasarela Cibeles. Cabeza en alto, busto al frente, cazadora abierta para no dejar dudas de los secretos que guardaba el busto y melena al viento. Algunas con más estilo y otras como humanamente podían, contoneaban las caderas embutidas en pantalones bien ajustados y de cintura a la altura del pubis, como imperaba el Zara de la época. En ese momento del día, más bien en todos los momentos en que les tocaba cruzar una puerta, se las podía mirar sin miedo a convertirse en su almuerzo. Primero porque solas (por el hueco que dejaban las mesas debíamos pasar de uno en uno) perdían prácticamente todo su poder vampsírico y en segundo lugar porque en la pasarela no existía nadie más que ellas y aunque una se desnudara enfrente de sus empolvadas narices, no se hubieran inmutado.
Aparentemente distintas entre sí, las vampsiras eran todas la misma cosa. La misma masa informe que parecía hablar con una sola voz y sobre todo criticar en un solo grito. Por esa razón, si bien recuerdo el aspecto físico individual de cada una, ciertamente no sería capaz de distinguir sus personalidades, sus voces, sus ñañas... Eran clones disfrazados de persona para integrarse entre los seres humanos. Como se camuflaban de persona las había guapas y feas, rubias y morenas, listas y tontas, gordas y flacas, incluso una vez creí que durante un tiempo hubo una que era humana de verdad, pero pronto le perdí la pista. Probablemente acabó sus días dorándose en algún horno para asados, sosteniendo una manzana entre los dientes y entregando todo lo que de humanidad quedaba en ella a las fauces de aquellas supuestas amigas suyas sedientas de frustración ajena.
Pensaba yo que me había librado de ellas. Pero no.
Ayer una llamada vino a recordarme que están por todas partes, hasta en las mejores familias.
Hacía más de un año que caminaba yo feliz por el mundo gozando de la libertad de no haber sufrido últimamente ningún rapto vampsírico cuando un mensaje hizo temblar los cimientos de mi Samsung.
Una vampsira que durante largos años me había conseguido engañar ataviada en un traje de una muy bien trabajada humanidad y afectos sinceros, reclamaba mi presencia en un café de socialización rutinaria. Las vampsiras suelen hacer estas cosas, yo ya lo sabía. Debido a su necesidad de alimento psíquico, son capaces de llegar a convocar amistosamente presas en lugares públicos. Una vez allí engullen lo que les sea posible dentro de lo limitado de la situación que ellas mismas han propiciado con el único fin de lograr unas migajas de sufrimiento ajeno.
Se me nubló el corazón. Igual que sucediera en mi más temprana adolescencia dos riendas invisibles dirigían tiránicamente mis sentidos manteniéndolos en alerta roja. Sabía que las vampsiras están dispuestas a lo que sea con tal de conseguir alguien de quien poder nutrirse y Dios sabe por qué ésta en concreto me había elegido a mí.
Empecé a dar vueltas sobre mí misma sin saber qué hacer. Otra vez no, por qué a mí, por qué ahora, qué había hecho mal, en qué me había equivocado para que su radar de depredadora al acecho hubiera topado conmigo.
No podía pensar, ya era de noche y estaba demasiado cansada para afrontar semejante prueba de estrés. Solo quería dormir, ya contestaría mañana. Pero no podía, no, me era imposible dormir, una vampsira había detectado mi presencia e intentaba atraparme en su red con un mensaje de WhatsApp que me comprometía sin salida. Las vampsiras en eso eran verdaderos genios, conocían todas las estrategias para que por un camino u otro acabaras cayendo en sus garras. Incluso con técnicas tan sutiles e indirectas como un mensaje al móvil ya empezabas a sentirte devorada.
Yo sabía que si no quería pasar la noche en vela debería tomar medidas drásticas y como ya estaba mayorcita pensé que había llegado la hora de hacerlo, la hora de enfrentar a las vampsiras con el arma más potente del que disponía. Era el momento de darle un golpe que ella en su sofisticado modus operandi políticamente correcto y socialmente consolidado no se iba a esperar.
“No. No voy a ir” le contesté “No quiero ir” puntualicé.
No supe qué sucedió con aquellos mensajes porque la vampsira no apareció nunca más. No contestó aquel día ni estimo que lo vaya a hacer en el futuro, pero yo aquella noche dormí como un lirón. Sin embargo albergo de aquella madrugada un recuerdo nebuloso. Sé que a las tres de la mañana el teléfono volvió a sonar. Yo, que a esa hora dormía envuelta en la paz serena que había alcanzado tras mi valerosa respuesta whatsappera, ignoré su reclamo y como si hubiera vivido hechizada durante millones de años, sentí que algo en mi pecho rompía el maleficio y vi cómo una inmunda sonda aspiradora de enlodado sufrimiento se desacoplaba de mi esternón.
Después de aquello todo ha vuelto a la normalidad, pienso que ya me he librado de ellas, o eso parece.