sábado, 25 de marzo de 2017

Hermano perro


"Hola hermano perro" Así de solemnemente entablaba comunicación mi abuelo con los perros callejeros que asomaban en las terrazas veraniegas del pueblo. Lo decía con voz profunda y serena y completaba la ceremonia de presentación con un "qué tal está usted" y una palmadita entre las orejas del hermano en cuestión.

A mí me admiraba cómo sin buscarlo (o eso pensaba yo en aquel entonces) todos los perros, gatos y demás parientes del lugar se le arrimaban. Nos sentábamos en unas sillas de plástico rojo desteñidas por el sol que homenajeaban la pureza veraniega de la Coca-Cola en los 90 y al rato nos pedíamos unos montaditos regados con una caña para los mayores.
Antes de que Pepe, el del Bar de Pepe, pusiera la plancha a calentar, un par de perros y otros tantos gatos rondaban nuestra mesa siempre alrededor de mi abuelo.

Por aquel entonces yo tendría ocho o nueve años y la historia de mi vida venía truncada por no haber podido tener nunca un perro: enunpisonosepuede,  quéhacesconelperrocuándotevayasdeviaje, cuándosehagagrandequé, hayquepasearlotodoslosdías... "Entonces ¡un gato!" : unpisonoesparaunanimal, quéhacesconelgatitocuandotevayasdevacaciones, quémalsepasacuándosemueren...
Viví entre mil hámsters, un conejo, varias  tortugas, periquitos, mandarines y hasta llegué a adoptar un caracol una temporada, pero el perrito nunca llegó.

He de confesar que me consolaba bastante pensar que si tenía paciencia suficiente para dejar pasar el otoño, el invierno y la primavera en mi casa de la otra punta del país, después podría disfrutar de tres meses de verano rodeada de perros y gatos por doquier, porque de eso no faltaba donde vivían mis abuelos.
Lo que no entendía era por qué siendo que yo era en aquel lugar la que más anhelaba la compañía de cualquier animal no humano, los perros siempre se acercaban a mi abuelo. Él fue el primero en explicarme que los animales huelen el miedo y yo por supuesto no le creí. Primero porque, como estaba mandado, yo no tenía miedo. La tensión que sentía al acercarme al hocico de los chuchos y el cosquilleo en el estómago esperando su respuesta, eran parte de mi naturaleza valiente. Y segundo porque, como todo el mundo sabe a los ocho años, el miedo no huele a nada, o sea, el miedo no se puede oler.

Aún y todo y  por si no fuera a ser que mi abuelo tuviera algo de razón en lo que decía, comencé a realizar mis propios experimentos en materia de miedo y empecé a cuestionarme si no iba a ser que en realidad algo de respeto me daban los perros desconocidos de las calles de Puente  Mayorga. Al principio me quedaba muy quieta y me hacía la dura cuando veía algún can despeinado aparecer por la terraza de Pepe. Aprendí a disimular y a hacer como que la cosa no iba conmigo, a pesar de que tenía todas las antenas activadas y buscaba sin mirarlo al perro en cuestión.
Tras varios intentos fallidos, vi que aquello no funcionaba y que todo animal de cuatro patas en kilómetros a la redonda solo se interesaba en mi abuelo. Así que perdida la paciencia y el orgullo me levantaba del asiento del que me solían sobrar más o menos ocho culos y me acercaba a ras de suelo a acariciar a perritos, gatitos y demás hermanos.

Creo que pasé años intentando superar la tensión de esa contradicción entre querer dar todo mi amor y esperar que el amor llegase mágicamente a mí. Puede que en realidad sea una contradicción que aún no he superado, pero lo que sí que aprendí de todas aquellas tardes de montaditos es que el miedo se puede oler y que también hay algo más. Algo que mi abuelo era capaz de emanar a raudales en ciertos momentos y que no todas las personas poseen el don de dar. No quiero entrar en sentencias ni grandes palabras dogmáticas, que cada uno lo llame como quiera, pero el hermano perro sabe mejor que nadie de lo que estoy hablando.


No hay comentarios:

Publicar un comentario