jueves, 14 de junio de 2018

Las células automáticas del corazón


Se había pasado por lo menos veinte minutos cobijada entre los huecos del sofá. Había logrado camuflarse en él hasta rozar la simbiosis, aunque no le quedaba muy claro el beneficio que el sofá podría sacar de ella.
No tengas miedo. Solo cree.
Aquel versículo rondaba su cabeza. Decía esas palabras u otras similares, pero en esencia, la esencia, era eso, creer, no tener miedo, solo creer. Entonces era simple, si creía, el mando del aire acondicionado tenía que aparecer en algún rincón de la casa o entre los cojines que la acurrucaban, y no se quedaría pegada a esa sábana empapada de sofá de piso de alquiler.
Se quedó unos minutos más en el sofá a ver qué pasaba y al rato preparó la mochila y salió al sopor de la calle. Sol, niños, sal, ojos que no ven, corazón que… mierda, las gafas de sol. Otra vez a casa, “a casa” y de vuelta a la calle, niños, sol, tres pasos más, tostadas, vuelta a la esquina y el mar. Ya pasó, calma, ya pasó, dos minutos más y ya está.

Llevaba quince días en aquel lugar y todavía no comprendía cómo podía haber sucedido tan rápido. De repente ahí estaba, como si nada, como si no hubiera estado buscándolo durante toda la vida, como si todo el esfuerzo realizado hubiera sido una broma barata. A ratos le daba rabia, le jodía, cómo podía ser, cómo puede ser.
De niña veraneaba en la playa, al sur, muy cerca del sitio ese en el que hace tanto viento. Allí pues churros, montaditos, sal, sol, arena, niños, chanquetes que no le gustaban tanto y agua, mucha agua, playa todo el día, por todas partes. Pero no lo sabía, no entendía por aquellos tiempos o igual no le hacía falta, qué sé yo.
Pero ahora sí entendía, algo entendía, o puede que no tanto, pero al menos algo nuevo sabía, que estaba allí, que ya no hacía falta que siguiera buscándolo.
-          Esas pastillas son un asco, mejor vete adonde la fulana a que te las cambie. Hazme caso, vas a ver, te lo que digo porque yo sé, que la mengana me contó que a su tía se las dieron y muy mal.
La gente habla todo el día de enfermedades. Ahora ya se ha acostumbrado, pero hasta hace poco no se había dado cuenta, o no hacía caso de la gente, igual era eso, no le importaba nadie, sí, sería eso. Querido ombligo, digo, diario:
Qué le vamos a hacer, tampoco iba a estar lamentándose toda su vida, que si esto, que si aquello, qué le iba a hacer, había tardado unos añitos, quizá algunos de más, pero bueno, algunos no lo encuentran nunca y se mueren igual, eso es peor, eso tiene que ser horrible.
Así que bueno, habrá que darse un garbeo por los alrededores, que el fin de semana es corto y la vida, bueno, la vida nunca se sabe, así que por si acaso vayamos un rato a mirar qué se cuece por ahí.

La playa estaba medio vacía a las nueve de la mañana del sábado. Mejor. Algún que otro madrugador ya había plantado la sombrilla en la arena, cual meada de gato en la escalera, y los demás debían estar trincándose su tostada con tomate, no vaya a ser que a media mañana el hambre apriete y nosotros sin desayunar.
Cien metros más allá se abría el camino y a saber adónde podía llegar ¿Paris? ¿Mallorca? ¿Saturno? ¿El pueblito aquel de los boquerones fritos? Ojalá fuese el de los boquerones, tenía ganas de comer pescado, total, como ya lo había encontrado, le daba igual adónde ir o qué hacer, cualquier cosa le venía bien, como la ropa, que no había prenda que no le sentara a la chica ¡qué suerte oye!
Siguió caminando por seguir, como con todo últimamente, últimamente desde que lo había encontrado, o sea, últimamente hace dos semanas o así, igual algo más, no estaba segura.
Cuando intentaba recordar cómo fue, no hallaba en su memoria una imagen lo suficientemente nítida ¿Había sido en la playa? Puede que sí, pero no lo podía decir con total seguridad, porque también podía haber sido aquel día que cogió el teléfono y con toda la serenidad del mundo respondió que sí, sí claro, por supuesto, sí, sí.
Si tuviera que definir el instante exacto no sabría hacerlo. Qué raro, nunca imaginé que sería así, pensé que era todo mucho más especial, no sé, como con más pompa, fuegos artificiales en las tripas y cosas por el estilo. Es raro. Pero nada de fuegos artificiales, cuando lo encontró llegó como si tal cosa y le dijo, o ella eso entendió, que se quedaría todo el tiempo que ella quisiera, como si quería que se quedase para siempre. Para siempre, eso es mogollón. No se lo creía del todo. No tengas miedo, solo cree. Y en realidad tenía miedo a perderlo, porque ya lo había perdido antes, muchas otras veces, la peor aquella vez en Francia, todo tan guay, tan fuegos artificiales, aquella vez sí, aquella vez sus tripas parecían Valencia el 19 de Marzo y de pronto nada, de pronto ya no estaba, de pronto ya se había ido y a ella no le había dado tiempo a darse cuenta de que lo había encontrado cuando ya lo había perdido. Joder, era eso y no lo otro, doce años para darme cuenta de lo que era, qué fuerte.
Pero bueno, ahora que ya lo había encontrado ni siquiera le pesaban aquellos largos doce años. Ella que creía que lo que había perdido eran unas cuantas palabras de verdad, varios cruces de miradas de esos que hielan la sangre y un par de caricias que bueno, para qué hablar, probablemente el mejor sexo que había tenido nunca y no, no era eso, no era eso.

Ya llevaba caminado un buen trecho ¿dónde estaba? ¡qué importa! Un par de nudistas mañaneros mostraban sus atributos al sol y tres gaviotas esperaban recoger lo que cayera de aquellos colgajos. El pueblo de al lado estaba más lejos de lo que parecía, pero bueno, mejor, así se daba una vuelta y aprovechaba para coger algo de color. Tampoco estaría mal desayunar, la verdad, que por mucho que ya lo haya encontrado ella sigue siendo carne y células y esas cosas que necesitan “de comé”
Y hablando de células esa misma mañana se había acordado de algo, algo que había aprendido hacía tiempo y a lo que no le había dado demasiada importancia pero que ese día pegoteada en el sofá le vino a la mente como una revelación: las células automáticas del corazón. Sí, esas, las que van a su bola, las del nodo sinusal y el otro nódulo, que se activan como por arte de magia, como quien no quiere la cosa, sin ton ni son, a su pedo total y nadie se ha molestado nunca en preguntarse cómo, por qué, a ver cómo es que esas celulillas pues así, sin más, dicen ¡hala venga, arriba los corazones, vamos a poner en marcha al personal del miocardio que esto tiene que tirar pa’lante!
Nadie, a nadie se le ha ocurrido resolver ese misterio de una manera profunda, de una manera más allá de neurotransmisores y otras milongas. Pues bueno, a ella se le había ocurrido algo, bobadas para el que no quiera ver ni oír, pero oye, a mí me sirve, a mí me va bien, de hecho es lo único que me funciona. A ella se le había ocurrido que a ver si era eso lo que le había llevado a encontrarlo, a ver si iba a ser eso y no las horas de éste y el otro contándome esto y lo otro en Internet, en los libros, en mi salón, en el café, en la misa, en el yoga y en la farmacia, sobre todo en la farmacia que ahí todo el mundo sabe de todo. A ella le pareció que podía ser eso, o algo de eso, porque si algo era cierto es que desde que lo había encontrado ya no se hacía más sentencias de estas de si tiro por aquí fijo que tal cosa porque tal otra y demás.
Pues eso, que ahí podía estar el meollo del asunto, o no, pero le hacía ilusión imaginarse que sí, o al menos darle alguna forma, porque qué sé yo, le divertía y ya está, tampoco iba ir más allá, ni mucho más allá, ya no, ya lo había encontrado.

Se sentó entre las piedras y se limitó a seguir con él, a no dejarlo ir mientras soltaba todo lo demás, porque el mar entre las piedrecillas con ese burbujeo se lo llevaba todo, cómo puede preferir la gente las playas con arena, no lo entiendo, de verdad que no lo entiendo. Y no le importaba, no le importaba no entenderlo, por primera vez no le importaba no entender y aquello también se lo llevaba el mar qué alivio, de verdad qué gusto, ay qué bien ¡buf! Respiraba, los dos respiraban y parecía un milagro, porque no tuvo que hacer nada, respiraba y punto, qué guay. Será que él ponía en marcha esas celulillas o algo, porque sabía que ella no era, que de ella no dependía, no, doce años dándole vueltas, y no, fijo que no era ella, tenía que ser él porque ahora que lo había encontrado aquello funcionaba, automático, sin más.
Qué bien. Qué bien.
Tenía que volver a casa a comer algo y eso, pero tenía que reconocer que un poco de miedo sí le daba, porque claro, a veces, cuando está sola es como que le parece que lo va a perder, que de alguna manera se va a ir y otra vez van a estar separados y… y… y bueno ya vale, a ver, que ya lo has encontrado, ya sabes que ya no se va a ir más, que aunque a veces parezca que no está ya has aprendido que está ahí joé, ya lo has aprendido y sino acuérdate del nodo sinusal, tan majo él ahí, a su bola, y sin embargo… también con él o más bien, para él.
Llegó a casa acalorada y miró en la nevera. Poca cosa y pocas ganas. Abrió un par de latas y a pelo con la barra de pan que había comprado y el agua rica rica y fresquita del garrafón. Volvió a quedarse pegada en el sofá y después de reírse un rato con esta gente de esa serie que afloja sus neuronas pensó un poco, bueno, no, más bien se dejó otro rato, como en la playa, en las piedras y voy a ver qué sale, esto hay que contarlo, no sé muy bien cómo, pero ese era el asunto ¿no? Que no se sabe, o que hay que creer, o no sé, lo de las células molaba, eso estaba guay y además es cierto, qué coño, es lo más verdad que he vivido, lo he encontrado y lo quiero contar, el que lo quiera leer bien y el que no pues bueno, ya lo encontrará si eso, igual en otro lado, o con otra gente o con algún susto así de golpe, pero para quien lo busca llega, no lo encuentra, llega, y pone en marcha las células automáticas del corazón, vaya que sí, vaya que sí las pone.
Y dónde estará el maldito mando del aire.




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