Se había pasado por lo menos veinte minutos cobijada entre
los huecos del sofá. Había logrado camuflarse en él hasta rozar la simbiosis,
aunque no le quedaba muy claro el beneficio que el sofá podría sacar de ella.
No tengas miedo. Solo
cree.
Aquel versículo rondaba su cabeza. Decía esas palabras u
otras similares, pero en esencia, la
esencia, era eso, creer, no tener miedo, solo creer. Entonces era simple,
si creía, el mando del aire acondicionado tenía que aparecer en algún rincón de
la casa o entre los cojines que la acurrucaban, y no se quedaría pegada a esa
sábana empapada de sofá de piso de alquiler.
Se quedó unos minutos más en el sofá a ver qué pasaba y al
rato preparó la mochila y salió al sopor de la calle. Sol, niños, sal, ojos que
no ven, corazón que… mierda, las gafas de
sol. Otra vez a casa, “a casa” y
de vuelta a la calle, niños, sol, tres pasos más, tostadas, vuelta a la esquina
y el mar. Ya pasó, calma, ya pasó, dos
minutos más y ya está.
Llevaba quince días en aquel lugar y todavía no comprendía
cómo podía haber sucedido tan rápido. De repente ahí estaba, como si nada, como
si no hubiera estado buscándolo durante toda la vida, como si todo el esfuerzo
realizado hubiera sido una broma barata. A ratos le daba rabia, le jodía, cómo
podía ser, cómo puede ser.
De niña veraneaba en la playa, al sur, muy cerca del sitio
ese en el que hace tanto viento. Allí pues churros, montaditos, sal, sol,
arena, niños, chanquetes que no le gustaban tanto y agua, mucha agua, playa
todo el día, por todas partes. Pero no lo sabía, no entendía por aquellos
tiempos o igual no le hacía falta, qué sé
yo.
Pero ahora sí entendía, algo entendía, o puede que no tanto,
pero al menos algo nuevo sabía, que estaba allí, que ya no hacía falta que
siguiera buscándolo.
-
Esas pastillas son un asco, mejor vete adonde la
fulana a que te las cambie. Hazme caso, vas a ver, te lo que digo porque yo sé,
que la mengana me contó que a su tía se las dieron y muy mal.
La gente habla todo el día de enfermedades. Ahora ya se ha
acostumbrado, pero hasta hace poco no se había dado cuenta, o no hacía caso de
la gente, igual era eso, no le importaba nadie, sí, sería eso. Querido ombligo, digo, diario:
Qué le vamos a hacer, tampoco iba a estar lamentándose toda
su vida, que si esto, que si aquello, qué le iba a hacer, había tardado unos
añitos, quizá algunos de más, pero bueno, algunos no lo encuentran nunca y se
mueren igual, eso es peor, eso tiene que
ser horrible.
Así que bueno, habrá que darse un garbeo por los
alrededores, que el fin de semana es corto y la vida, bueno, la vida nunca se
sabe, así que por si acaso vayamos un rato a mirar qué se cuece por ahí.
La playa estaba medio vacía a las nueve de la mañana del
sábado. Mejor. Algún que otro
madrugador ya había plantado la sombrilla en la arena, cual meada de gato en la
escalera, y los demás debían estar trincándose su tostada con tomate, no vaya a
ser que a media mañana el hambre apriete y nosotros sin desayunar.
Cien metros más allá se abría el camino y a saber adónde
podía llegar ¿Paris? ¿Mallorca? ¿Saturno?
¿El pueblito aquel de los boquerones fritos? Ojalá fuese el de los
boquerones, tenía ganas de comer pescado, total, como ya lo había encontrado,
le daba igual adónde ir o qué hacer, cualquier cosa le venía bien, como la
ropa, que no había prenda que no le sentara a la chica ¡qué suerte oye!
Siguió caminando por seguir, como con todo últimamente,
últimamente desde que lo había encontrado, o sea, últimamente hace dos semanas
o así, igual algo más, no estaba
segura.
Cuando intentaba recordar cómo fue, no hallaba en su memoria
una imagen lo suficientemente nítida ¿Había sido en la playa? Puede que sí,
pero no lo podía decir con total seguridad, porque también podía haber sido
aquel día que cogió el teléfono y con toda la serenidad del mundo respondió que
sí, sí claro, por supuesto, sí, sí.
Si tuviera que definir el instante exacto no sabría hacerlo.
Qué raro, nunca imaginé que sería así,
pensé que era todo mucho más especial, no sé, como con más pompa, fuegos
artificiales en las tripas y cosas por el estilo. Es raro. Pero nada de
fuegos artificiales, cuando lo encontró llegó como si tal cosa y le dijo, o
ella eso entendió, que se quedaría todo el tiempo que ella quisiera, como si
quería que se quedase para siempre. Para
siempre, eso es mogollón. No se lo creía del todo. No tengas miedo, solo cree. Y en realidad tenía miedo a perderlo,
porque ya lo había perdido antes, muchas otras veces, la peor aquella vez en
Francia, todo tan guay, tan fuegos artificiales, aquella vez sí, aquella vez sus
tripas parecían Valencia el 19 de Marzo y de pronto nada, de pronto ya no
estaba, de pronto ya se había ido y a ella no le había dado tiempo a darse
cuenta de que lo había encontrado cuando ya lo había perdido. Joder, era eso y no lo otro, doce años para
darme cuenta de lo que era, qué fuerte.
Pero bueno, ahora que ya lo había encontrado ni siquiera le
pesaban aquellos largos doce años. Ella que creía que lo que había perdido eran
unas cuantas palabras de verdad, varios cruces de miradas de esos que hielan la
sangre y un par de caricias que bueno, para qué hablar, probablemente el mejor
sexo que había tenido nunca y no, no era eso, no era eso.
Ya llevaba caminado un buen trecho ¿dónde estaba? ¡qué importa! Un par de nudistas mañaneros
mostraban sus atributos al sol y tres gaviotas esperaban recoger lo que cayera
de aquellos colgajos. El pueblo de al lado estaba más lejos de lo que parecía,
pero bueno, mejor, así se daba una vuelta y aprovechaba para coger algo de
color. Tampoco estaría mal desayunar, la verdad, que por mucho que ya lo haya
encontrado ella sigue siendo carne y células y esas cosas que necesitan “de
comé”
Y hablando de células esa misma mañana se había acordado de
algo, algo que había aprendido hacía tiempo y a lo que no le había dado
demasiada importancia pero que ese día pegoteada en el sofá le vino a la mente
como una revelación: las células
automáticas del corazón. Sí, esas, las que van a su bola, las del nodo
sinusal y el otro nódulo, que se activan como por arte de magia, como quien no
quiere la cosa, sin ton ni son, a su pedo total y nadie se ha molestado nunca
en preguntarse cómo, por qué, a ver cómo es que esas celulillas pues así, sin
más, dicen ¡hala venga, arriba los corazones, vamos a poner en marcha al personal
del miocardio que esto tiene que tirar pa’lante!
Nadie, a nadie se le ha ocurrido resolver ese misterio de
una manera profunda, de una manera más allá de neurotransmisores y otras milongas.
Pues bueno, a ella se le había ocurrido algo, bobadas para el que no quiera ver ni oír, pero oye, a mí me sirve, a mí
me va bien, de hecho es lo único que me funciona. A ella se le había
ocurrido que a ver si era eso lo que le había llevado a encontrarlo, a ver si
iba a ser eso y no las horas de éste y el otro contándome esto y lo otro en
Internet, en los libros, en mi salón, en el café, en la misa, en el yoga y en
la farmacia, sobre todo en la farmacia que ahí todo el mundo sabe de todo. A
ella le pareció que podía ser eso, o algo de eso, porque si algo era cierto es
que desde que lo había encontrado ya no se hacía más sentencias de estas de si tiro por aquí fijo que tal cosa porque
tal otra y demás.
Pues eso, que ahí podía estar el meollo del asunto, o no,
pero le hacía ilusión imaginarse que sí, o al menos darle alguna forma, porque
qué sé yo, le divertía y ya está, tampoco iba ir más allá, ni mucho más allá, ya no, ya lo había encontrado.
Se sentó entre las piedras y se limitó a seguir con él, a no
dejarlo ir mientras soltaba todo lo demás, porque el mar entre las piedrecillas
con ese burbujeo se lo llevaba todo, cómo
puede preferir la gente las playas con arena, no lo entiendo, de verdad que no
lo entiendo. Y no le importaba, no le importaba no entenderlo, por primera
vez no le importaba no entender y aquello también se lo llevaba el mar qué alivio, de verdad qué gusto, ay qué bien
¡buf! Respiraba, los dos respiraban y parecía un milagro, porque no tuvo
que hacer nada, respiraba y punto, qué
guay. Será que él ponía en marcha esas celulillas o algo, porque sabía que
ella no era, que de ella no dependía, no, doce años dándole vueltas, y no, fijo
que no era ella, tenía que ser él porque ahora que lo había encontrado aquello
funcionaba, automático, sin más.
Qué bien. Qué
bien.
Tenía que volver a casa a comer algo y eso, pero tenía que
reconocer que un poco de miedo sí le daba, porque claro, a veces, cuando está
sola es como que le parece que lo va a perder, que de alguna manera se va a ir
y otra vez van a estar separados y… y… y bueno
ya vale, a ver, que ya lo has encontrado, ya sabes que ya no se va a ir más,
que aunque a veces parezca que no está ya has aprendido que está ahí joé, ya lo
has aprendido y sino acuérdate del nodo sinusal, tan majo él ahí, a su bola, y
sin embargo… también con él o más bien, para él.
Llegó a casa acalorada y miró en la nevera. Poca cosa y
pocas ganas. Abrió un par de latas y a pelo con la barra de pan que había
comprado y el agua rica rica y fresquita del garrafón. Volvió a quedarse pegada
en el sofá y después de reírse un rato con esta gente de esa serie que afloja
sus neuronas pensó un poco, bueno, no, más bien se dejó otro rato, como en la
playa, en las piedras y voy a ver qué
sale, esto hay que contarlo, no sé muy bien cómo, pero ese era el asunto ¿no? Que
no se sabe, o que hay que creer, o no sé, lo de las células molaba, eso estaba
guay y además es cierto, qué coño, es lo más verdad que he vivido, lo he
encontrado y lo quiero contar, el que lo quiera leer bien y el que no pues
bueno, ya lo encontrará si eso, igual en otro lado, o con otra gente o con
algún susto así de golpe, pero para quien lo busca llega, no lo encuentra,
llega, y pone en marcha las células automáticas del corazón, vaya que sí, vaya
que sí las pone.
Y dónde estará el maldito
mando del aire.
No hay comentarios:
Publicar un comentario